sábado, 17 de enero de 2009

Amor y pasiones efímeras

-La verdad, chico, no sé qué decirte. Tal como lo planteas, en frío...
-No hace falta que me descubras grandes verdades, Perico, sólo quiero que me des tu opinión.
Perico Serramadriles bebió un trago de cerveza y se limpió la espuma que había quedado adherida a su bigote incipiente.
-Es difícil dar una opinión en un caso tan insólito. Yo siempre he sido del parecer de que el matrimonio es una cosa muy seria que no se puede decidir a las primeras de cambio. Y ahora tú mismo dices que no sabes con seguridad si estás enamorado de esa chica.
-¿Y qué es el amor, Perico? ¿Has conocido tú el verdadero amor? A medida que pasa el tiempo más me convenzo de que el amor es pura teoría. Una cosa que sólo existe en las novelas y en el cine.
-Que no lo hayamos encontrado no quiere decir que no exista.
-Tampoco digo yo eso. Lo que te digo es que el amor, en abstracto, es un producto de mentes ociosas. El amor no existe si no se materializa en algo corporal. Una mujer, quiero decir.
-Eso es evidente -admitió Perico.
-El amor no existe, sólo existe una mujer de la que uno, en determinadas circunstancias y por un periodo de tiempo limitado, se enamora.
-Vaya, si lo pones así...
-Y dime tú, ¿cuántas mujeres se cruzarán en nuestra vida de las que podamos enamorarnos? Ninguna. Todo lo más, planchadoras, costureras, hijas de pobres empleados como tú y como yo, futuras Doloretas en potencia.
-No veo yo por qué ha de ser así. Hay otras.
-Sí, ya lo sé. Hay princesas, reinas de la belleza, estrellas de la pantalla, mujeres refinadas, cultas y desenvueltas... pero ésas, Perico, no son para ti ni para mí.
-En tal caso, haz como yo: no te cases -decía él muy retórico.
-¡Fanfarronadas, Perico! Hoy dices eso y te sientes un héroe. Pero pasarán los años estérilmente y un día te sentirás solo y cansado y te devorará la primera que se cruce en tu camino. Tendréis una docena de hijos, ella se volverá gorda y vieja en un decir amén y tú trabajarás hasta reventar para dar de comer a los niños, llevarlos al médico, vestirlos, costearles una deficiente instrucción y hacer de ellos honestos y pobres oficinistas como nosotros, para que perpetúes la especie de los miserables.
-Chico, no sé..., lo pintas todo muy negro. ¿Tú crees que son todas iguales?
Me callé porque había pasado ante mis ojos el recuerdo ya enterrado de Teresa. Pero su imagen no cambiaba mis argumentos. Evoqué a Teresa y, por primera vez, me pregunté a mí mismo qué había representado Teresa en mi vida. Nada. Un animalillo asustado y desvalido que despertó en mí una ternura ingenua como una anémica flor de invierno. Teresa fue desgraciada con Pajarito de Soto y lo fue conmigo. Sólo recibió de la vida sufrimientos y desengaños; quiso inspirar amor y recogió traiciones. No fue culpa suya, ni de Pajarito de Soto, ni mía. ¿Qué hicieron con nosotros, Teresa? ¿Qué brujas presidieron nuestro destino?

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